Ángel Sánchez de la Fuente
Si hablar de tener un sueño conduce automáticamente a rememorar el legendario 'I have a dream' de Martin Luther King en agosto de 1963 en Washington, el sueño a que yo me refiero en el titular de este escrito es mucho más modesto, pero no metafórico. Mi sueño ha sido una auténtica pesadilla. No he soñado sobre minorías raciales, sino sobre nuestra profesión de periodistas. ¿Quién? ¿Qué? ¿Cuándo? Etcétera. Así hasta las periclitadas cinco uves dobles que aprendimos los veteranos en nuestros años mozos.
Empezaré aclarando que entre prejubilación y jubilación llevo ya seis años sin formar parte de una redacción, lo que me inclina a pensar que la pesadilla vivida no es fruto de un momento puntual, sino de una zozobra permanente generada por la lamentable situación que atraviesan actualmente muchísimos profesionales de la información. Yo no sufro ningún ERE, pero amigos, conocidos y desconocidos míos que se dedican al periodismo sí lo han sufrido o están sufriéndolo. Yo no tiemblo necesariamente ante el negro horizonte de la prensa convencional que auguran incluso aquellos que deberían contribuir con su influencia y poder a que no fuera tan oscuro. Pero muchos de mis colegas sí se desesperan al percibir que cada día aumenta la amenaza de un futuro sin trabajo. En una palabra, que no me explico demasiado bien por qué he soñado lo que he soñado. ¿Y qué es lo que he soñado?
Ni más ni menos que me encontraba en un confuso espacio físico no del todo cerrado, en el que de pronto se produjo una algarabía difícil de descifrar, y más si se está sometido, como era mi caso, al caprichoso dictado de lo onírico. Pronto advertí que allí había un poderoso enemigo que arremetía contra los redactores de un periódico sin perfil definido. Es decir, en ningún momento tuve conciencia de que estuviera en el 'Mundo Diario' o en 'El Periódico de Catalunya', que han sido prácticamente los dos diarios en los que he desarrollado mi profesión. En esos dos diarios precisamente viví noticias tan dramáticas como la matanza de los abogados laboralistas de la madrileña calle de Atocha en enero de 1977 y el maldito 23-F. Y a pesar del miedo que pasé ante la posibilidad de que la extrema derecha hiciese de las suyas con algunos de nosotros, no hubo sueños como el que tuve la otra noche.
Que el ataque del enemigo de mi pesadilla iba en serio lo demuestra que los periodistas corríamos de un lado a otro para esquivar el bombardeo. Porque, amigas y amigos, caían bombas. Quienes me rodeaban eran rostros familiares, pero sin los rasgos precisos para que pudiera identificarlos. Recuerdo perfectamente que busqué cobijo debajo de una mesa y que alguien a mi alrededor informó de que la ofensiva enemiga ya había causado 150 muertos. He de confesar que yo no vi muerto alguno y que pensé --palabra de honor-- que el dato podía ser falso o estar hinchado. Pero también estoy seguro de que en el sueño no me vino a la mente la necesidad de contrastar semejante dato con dos o tres fuentes (tal vez porque en esos momentos era más que probable que en vez de fuentes hubiera cadáveres).
A las cuatro de la madrugada desperté. Sé la hora porque miré el reloj mientras suspiraba aliviado. Lo único que lamenté de la interrupción de la pesadilla fue no haber podido identificar a los terroristas enemigos y comprobar si algún antiguo periodista metido luego a empresario sin escrúpulos estaba entre ellos.
Si hablar de tener un sueño conduce automáticamente a rememorar el legendario 'I have a dream' de Martin Luther King en agosto de 1963 en Washington, el sueño a que yo me refiero en el titular de este escrito es mucho más modesto, pero no metafórico. Mi sueño ha sido una auténtica pesadilla. No he soñado sobre minorías raciales, sino sobre nuestra profesión de periodistas. ¿Quién? ¿Qué? ¿Cuándo? Etcétera. Así hasta las periclitadas cinco uves dobles que aprendimos los veteranos en nuestros años mozos.
Empezaré aclarando que entre prejubilación y jubilación llevo ya seis años sin formar parte de una redacción, lo que me inclina a pensar que la pesadilla vivida no es fruto de un momento puntual, sino de una zozobra permanente generada por la lamentable situación que atraviesan actualmente muchísimos profesionales de la información. Yo no sufro ningún ERE, pero amigos, conocidos y desconocidos míos que se dedican al periodismo sí lo han sufrido o están sufriéndolo. Yo no tiemblo necesariamente ante el negro horizonte de la prensa convencional que auguran incluso aquellos que deberían contribuir con su influencia y poder a que no fuera tan oscuro. Pero muchos de mis colegas sí se desesperan al percibir que cada día aumenta la amenaza de un futuro sin trabajo. En una palabra, que no me explico demasiado bien por qué he soñado lo que he soñado. ¿Y qué es lo que he soñado?
Ni más ni menos que me encontraba en un confuso espacio físico no del todo cerrado, en el que de pronto se produjo una algarabía difícil de descifrar, y más si se está sometido, como era mi caso, al caprichoso dictado de lo onírico. Pronto advertí que allí había un poderoso enemigo que arremetía contra los redactores de un periódico sin perfil definido. Es decir, en ningún momento tuve conciencia de que estuviera en el 'Mundo Diario' o en 'El Periódico de Catalunya', que han sido prácticamente los dos diarios en los que he desarrollado mi profesión. En esos dos diarios precisamente viví noticias tan dramáticas como la matanza de los abogados laboralistas de la madrileña calle de Atocha en enero de 1977 y el maldito 23-F. Y a pesar del miedo que pasé ante la posibilidad de que la extrema derecha hiciese de las suyas con algunos de nosotros, no hubo sueños como el que tuve la otra noche.
Que el ataque del enemigo de mi pesadilla iba en serio lo demuestra que los periodistas corríamos de un lado a otro para esquivar el bombardeo. Porque, amigas y amigos, caían bombas. Quienes me rodeaban eran rostros familiares, pero sin los rasgos precisos para que pudiera identificarlos. Recuerdo perfectamente que busqué cobijo debajo de una mesa y que alguien a mi alrededor informó de que la ofensiva enemiga ya había causado 150 muertos. He de confesar que yo no vi muerto alguno y que pensé --palabra de honor-- que el dato podía ser falso o estar hinchado. Pero también estoy seguro de que en el sueño no me vino a la mente la necesidad de contrastar semejante dato con dos o tres fuentes (tal vez porque en esos momentos era más que probable que en vez de fuentes hubiera cadáveres).
A las cuatro de la madrugada desperté. Sé la hora porque miré el reloj mientras suspiraba aliviado. Lo único que lamenté de la interrupción de la pesadilla fue no haber podido identificar a los terroristas enemigos y comprobar si algún antiguo periodista metido luego a empresario sin escrúpulos estaba entre ellos.
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