José Sanclemente
Varios de mis hermanos (somos seis), mis cuñados y sus hijos se declaran independentistas, buena parte de mis amigos también. Algunos de mis colegas de profesión consideran que la independencia de Catalunya es plausible y que jamás estaremos tan cerca de conseguirla como en el día de hoy, a pesar de que Puigdemont la haya aplazado.
No suelen emplear argumentos objetivables para su independentismo. Me refiero a que para ellos no es relevante lo material, lo económico o lo estrictamente racional. No digo que no
valoren las incertidumbres de un futuro inmediato bajo una república catalana, las valoran, pero prefieren unos años de penurias si el objetivo final es que Catalunya sea un país independiente.
Lo identitario y emocional está por encima de cualquier debate sobre la autodeterminación catalana, por ello resulta difícil rebatir sus razonamientos si no tienes una especial sensibilidad nacionalista.
No vale para moderar su opinión que las empresas catalanas se domicilien fuera de aquí, ni que se anulen reservas de hoteles como si estuviésemos en guerra, ni que la Unión Europea diga que Catalunya no entrará en su club. Nada de eso amilana a mis amigos, familiares y colegas independentistas.
En los últimos días, esto ha sido más complejo, incluso los no nacionalistas hemos empatizado con algunas de sus tesis emocionales, gracias a la violencia inútil del Gobierno español el día del referéndum, del mazazo que supuso el discurso del Rey e incluso de una parte de la manifestación españolista en Barcelona que representó a algunos catalanes silenciosos, pero también a una España rancia que parecía haber desaparecido hace tiempo.
Algunos no nacionalistas --a los que suelen llamarnos 'equidistantes' como mucho antes se llamó 'revisionistas' a los militantes de izquierda que se olvidaron de la revolución proletaria y comulgaron con la Transición española tras la muerte de Franco-- estamos ahora más en contra de la actuación del Gobierno y del consabido Estado de derecho que de la ilegalidad de las leyes emanadas de la mayoría del Parlament catalán, y eso que la ilegalidad no tiene medias tintas.
Maldita equidistancia, parece que te has de comprometer por uno u otro bando y, si es así, es humano hacerlo hacia el de la familia y de los amigos, que abandonan los grupos de wasap porque se sienten incomprendidos o que convierten las comidas familiares en una disputa sinsentido.
¿Quién o quienes nos han llevado a esto?
Seguro que una parte de la respuesta a esta pregunta está en los políticos, también en algunos medios de comunicación de uno y otro lado, los del unionismo y los del separatismo pero, más allá del hosco divorcio entre ellos, en Catalunya tenemos la necesidad de reconstruir nuestros grupos de wasap y los tradicionales y tranquilos encuentros familiares. Seguramente para ello tengamos que relativizar y ponderar posturas entre los catalanes, pero también obviar a aquellos que nos representan y, sin embargo, no nos tienen en cuenta y a los que nos informan pero no nos comprenden ni tienen interés en hacerlo.
Apelemos al diálogo entre los catalanes con todos los apellidos, los llamados equidistantes y los independentistas, los que lo están pasando mal porque en este proceso se sienten desamparados, los que dudan y los que tienen tan claro que no les importa que el presente de Catalunya sea incierto porque el futuro será mucho mejor.
Hay algo en lo que una buena parte de mis amigos, mi familia, mis colegas estamos de acuerdo y es que esto se tiene que arreglar votando en un referéndum legal y transparente, sin represión policial y con urnas transparentes.
Es necesario para restaurar nuestra convivencia, a pesar de todo. Ojalá nos dejen los políticos y los medios de comunicación sectarios.