20 feb 2012

Un redactor de Murdoch: así pudo pasar

Jose Sanclemente
Reconozco que anduve excitado desde el día en que supe que Rupert Murdoch nos visitaría en Fort Wapping. La noche anterior la pasé en la redacción y apenas pude hilvanar unas cabezadas sobre la mesa. Comprobé decenas de veces en mi ordenador que los archivos estuvieran convenientemente borrados, pero no tenía la certeza de que estos no estuvieran en el servidor del Sun.

En la redacción se decía que los de sistemas llevaban semanas haciendo rastreos y copias en presencia de un par de individuos encorbatados. Moore, mi compañero de sucesos y tribunales, dijo que se había cruzado con uno de ellos y que se parecía a un expoli de Scotland Yard que había conocido y que se había pasado a los de anticorrupción de la City.

Todos estábamos prevenidos de que nuestros correos electrónicos estaban siendo monitorizados y, con seguridad, las conversaciones telefónicas también. Mis confidentes ya no querían ponerse al teléfono y yo seguía la información de tribunales por las agencias. El fiscal Thorpe, una de mis mejores fuentes en la Corte de Justicia londinense, que tantos favores me debía, había desaparecido como llevado por el diablo, sin dejar rastro.

Fitz, mi jefe, llevaba detenido varios días. No sabía a ciencia cierta que es lo que tenían contra él. Se hablaba de 30.000 libras que habrían ido a parar a un poli... pero yo no sabía de qué caso se trataba. Le dí mil vueltas a los reportajes que me había encargado en los últimos meses, repasé sus mails y mis notas... y nada de nada. ¿Entonces por qué estaba tan acojonado? No tenía razones para preocuparme, me dije.

En la redacción habíamos celebrado varias asambleas pidiendo que restituyeran los sueldos a los cinco detenidos mientras no se demostrara su culpabilidad. El gerente y los ejecutivos del diario no sabían cómo reaccionar ante nuestras acusaciones de que estaban violando nuestras fuentes al ofrecérselas a la poli y estaban perdiendo el control de la situación. La tensión era tal que sabíamos que solo Murdoch podía arreglarlo. Estábamos convencidos que su visita devolvería el sueldo a nuestros compañeros, entre ellos mi jefe, pero sabíamos que nuestros documentos seguirían fluyendo hacia la poli con la intensidad del Thames bajo el Tower Bridge: Era el pacto que el editor tenía con el Gobierno para que la investigación no descendiera hasta las cloacas.

Dos horas antes de que Murdoch se paseara por la sala de redacción ya había recibido un mail de él dirigido a todo el personal con "la de cal y la de arena”. Además, los de administración se habían ocupado de lanzar el rumor de que en breve aparecería una edición dominical del Sun como demostración incontestable de que el jefe apostaba por el diario. Todo bien preparado. Así callaba las bocas de los que decían que nos cerraban como al News. “Este cuando viene no se anda con hostias, nos va a chapar con la excusa del lío”, decía Jason Veller, el más sindicalista de todos. Le llamábamos lío a lo de los sobornos. Nos parecía más llevadero frente a otros colegas y hasta para la familia y los amigos.
Murdoch entró flanqueado por el director y el gerente. También le acompañaban un par de personas que no reconocí. Se mostraba sonriente saludando a todo el mundo. Cuando llegó a mi mesa me tendió la mano y su cara arrugada se tornó en una expresión acartonada e inescrutable para mí. Hice ademán de levantarme y él tocó mi hombro para que no lo hiciese: “Siga con lo suyo, señor”.

Fueron solo unos segundos. Luego siguió hacia la mesa de Mariam, la de deportes, situándose detrás de mí. Instintivamente, con un gesto torpe, tapé con el diario la pantalla de mi ordenador. Murdoch se apercibió del hecho y posando de nuevo su mano sobre mi hombro me dijo: “The Sun no debe ocultar ninguna información… ¿y usted?"
Para cuando fui capaz de reaccionar, Rupert Murdoch ya había salido de la redacción. Por la noche, a pesar del cansancio, tampoco pude dormir.
(http://sanclementejose.blogspot.com/)

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