Santiago Carrillo se acaba de llevar a la tumba su verdad sobre el caso Paracuellos. Aquellos fusilamientos de presos políticos y de militares franquistas en Paracuellos del Jarama cuando eran llevados de Madrid a Valencia, en noviembre de 1936, le han perseguido toda la vida. Carrillo siempre alegó que él, como comisario de Orden Público de la Junta Delegada de Defensa de Madrid, se limitó a ordenar el traslado para que los detenidos (entre los que había oficiales que podían organizar nuevos cuerpos de ejército) no pudieran ser liberados por las tropas de Franco, ya próximas a la capital. ¿Quiénes ordenaron las ejecuciones? Según Carrillo, fueron otras fuerzas que en aquellos momentos estaban fuera de su control y jurisdicción.
“No soy el asesino de Paracuellos”, tituló en julio de 1976 la revista Guadiana una entrevista en exclusiva con Carrillo, quien todavía estaba exiliado en París. Significativamente, esa entrevista no había podido ser publicada meses antes, al ser prohibida por el Gobierno de Carlos Arias Navarro cuando el número del semanario ya estaba confeccionado en la imprenta. No era pura casualidad que el máximo líder del PCE ilegal y clandestino saliera a la palestra defendiéndose de las acusaciones que un día sí y otro también lanzaba contra él la prensa de la ultraderecha, en especial El Alcázar, órgano de la Confederación de Ex Combatientes que presidía el exministro José Antonio Girón, bastión de la dictadura franquista.
Esplendor sin peluca
Una vez que Carrillo se quitó la peluca de la que se había servido para despistar a los policías del ministro Rodolfo Martín Villa y purgó tres días de cárcel en Carabanchel, el tema de Paracuellos ya perdió todo el interés periodístico. Entonces fue cuando aquel viejo zorro de la política y periodista precoz (a los 15 años fue redactor de El Socialista y a los 16 director del periódico de las Juventudes Socialistas), vivió su época de notable esplendor como uno de los artífices de la transición a la democracia. Logró arrinconar al mismísimo Felipe González y se convirtió en una especie de consultor del presidente Adolfo Suárez, al que sedujo sobre todo cuando le garantizó que no habría movilizaciones obreras ni tentaciones de ruptura. El único contratiempo le llegó cuando Jorge Semprún contó en su libro Autobiografía de Federico Sánchez las expulsiones que él y Fernando Claudín sufrieron por defender en 1964 determinadas propuestas reformistas que el PCE acabaría adoptando años después con la fórmula conocida como eurocomunismo.
Conseguida la legalización del PCE (el famoso Sábado de Gloria de 1977) sin que los militares se atreviesen a sacar los tanques como sí se atrevió Jaime Milans del Bosch en 1981 (prueba fehaciente de que la caverna cuartelera soporta antes una España supuestamente roja que presuntamente rota); firmados los llamados Pactos de la Moncloa por los que los principales partidos y sindicatos acordaron impulsar derechos esenciales (desde la eliminación de las restricciones a la libertad de prensa hasta la tipificación de la tortura como delito, pasando por la despenalización del adulterio y del amancebamiento) y una política económica tendente a frenar la asfixiante inflación y el déficit público; y sobre todo aprobada la Constitución, el PCE de Carrillo había allanado el camino al pujante PSOE que insistía en exhibir el póster electoral de un joven andaluz que nada tenía que ver con la guerra civil. A pesar de su lección de dignidad al ser el único diputado –junto a Suárez-- que no se tiró al suelo durante el tejerazo, las urnas certificaron su defunción política en 1982, poco después de que los sectores intelectuales más críticos con él y su carrillismo fueran invitados a abandonar el partido. Nada nuevo. En su día, ya la presidenta Pasionaria había acuñado la frase de “intelectuales cabezas de chorlito” aplicada a los citados Semprún y Claudín.
La crispación de las dos Españas
Pero, lo que son las cosas, los años fueron pasando y la derecha ganando. Desde la irrupción del PP de José Maria Aznar en las esferas del poder, la crispación de las dos Españas-que-han-de-helarte-el-corazón fue incrementándose hasta volver a las andadas de Paracuellos. La extrema derecha madrileña interrumpió a gritos de “asesino” y “genocida” algunos de los actos (homenajes, investitura de doctor honoris causa, tertulias, etcétera) protagonizados por Carrillo. Y los periodistas que habían callado largo tiempo preguntaron de nuevo por las sacas de las cárceles y los fusilamientos del 36, cuando tenía 21 años el ahora ya personaje nonagenario. Al muy curtido locutor Luis del Olmo le mandó al “infierno” nada más oír la palabra Paracuellos cuando le inquirió sobre el tema en 2010. ¿Por qué al infierno y no al limbo?
Un año antes de morir, fue entrevistado por Jordi Évole en televisión. Muy astutamente, el periodista de La Sexta fue arrinconándolo hasta conseguir mentarle la bicha del Jarama. Se mascaba el drama (o sea, el improperio), pero Carrillo mantuvo el tipo como pudo. Évole insistió disfrazándose de juvenil ingenuidad diciéndole que él, en realidad, no sabía qué había sucedido en Paracuellos. Y el prohombre comunista cayó de cuatro patas: “Pues yo tampoco”.
Consciente de que el cinismo no tiene sentido cuando se han vivido casi 100 años, al final Carrillo tuvo a bien reconocer que aquello era una guerra a muerte y que “si no matas tú te matan a ti.” Es decir, puestos a exigir responsabilidades, parece lógico que los crímenes perpetrados por los dos bandos de una guerra civil sean menos injustificables que los crímenes cometidos en la posguerra por unos vencedores que ni siquiera tuvieron escrúpulos en definir la tiranía como la paz de Franco.
Una vez que Carrillo se quitó la peluca de la que se había servido para despistar a los policías del ministro Rodolfo Martín Villa y purgó tres días de cárcel en Carabanchel, el tema de Paracuellos ya perdió todo el interés periodístico. Entonces fue cuando aquel viejo zorro de la política y periodista precoz (a los 15 años fue redactor de El Socialista y a los 16 director del periódico de las Juventudes Socialistas), vivió su época de notable esplendor como uno de los artífices de la transición a la democracia. Logró arrinconar al mismísimo Felipe González y se convirtió en una especie de consultor del presidente Adolfo Suárez, al que sedujo sobre todo cuando le garantizó que no habría movilizaciones obreras ni tentaciones de ruptura. El único contratiempo le llegó cuando Jorge Semprún contó en su libro Autobiografía de Federico Sánchez las expulsiones que él y Fernando Claudín sufrieron por defender en 1964 determinadas propuestas reformistas que el PCE acabaría adoptando años después con la fórmula conocida como eurocomunismo.
Conseguida la legalización del PCE (el famoso Sábado de Gloria de 1977) sin que los militares se atreviesen a sacar los tanques como sí se atrevió Jaime Milans del Bosch en 1981 (prueba fehaciente de que la caverna cuartelera soporta antes una España supuestamente roja que presuntamente rota); firmados los llamados Pactos de la Moncloa por los que los principales partidos y sindicatos acordaron impulsar derechos esenciales (desde la eliminación de las restricciones a la libertad de prensa hasta la tipificación de la tortura como delito, pasando por la despenalización del adulterio y del amancebamiento) y una política económica tendente a frenar la asfixiante inflación y el déficit público; y sobre todo aprobada la Constitución, el PCE de Carrillo había allanado el camino al pujante PSOE que insistía en exhibir el póster electoral de un joven andaluz que nada tenía que ver con la guerra civil. A pesar de su lección de dignidad al ser el único diputado –junto a Suárez-- que no se tiró al suelo durante el tejerazo, las urnas certificaron su defunción política en 1982, poco después de que los sectores intelectuales más críticos con él y su carrillismo fueran invitados a abandonar el partido. Nada nuevo. En su día, ya la presidenta Pasionaria había acuñado la frase de “intelectuales cabezas de chorlito” aplicada a los citados Semprún y Claudín.
La crispación de las dos Españas
Pero, lo que son las cosas, los años fueron pasando y la derecha ganando. Desde la irrupción del PP de José Maria Aznar en las esferas del poder, la crispación de las dos Españas-que-han-de-helarte-el-corazón fue incrementándose hasta volver a las andadas de Paracuellos. La extrema derecha madrileña interrumpió a gritos de “asesino” y “genocida” algunos de los actos (homenajes, investitura de doctor honoris causa, tertulias, etcétera) protagonizados por Carrillo. Y los periodistas que habían callado largo tiempo preguntaron de nuevo por las sacas de las cárceles y los fusilamientos del 36, cuando tenía 21 años el ahora ya personaje nonagenario. Al muy curtido locutor Luis del Olmo le mandó al “infierno” nada más oír la palabra Paracuellos cuando le inquirió sobre el tema en 2010. ¿Por qué al infierno y no al limbo?
Un año antes de morir, fue entrevistado por Jordi Évole en televisión. Muy astutamente, el periodista de La Sexta fue arrinconándolo hasta conseguir mentarle la bicha del Jarama. Se mascaba el drama (o sea, el improperio), pero Carrillo mantuvo el tipo como pudo. Évole insistió disfrazándose de juvenil ingenuidad diciéndole que él, en realidad, no sabía qué había sucedido en Paracuellos. Y el prohombre comunista cayó de cuatro patas: “Pues yo tampoco”.
Consciente de que el cinismo no tiene sentido cuando se han vivido casi 100 años, al final Carrillo tuvo a bien reconocer que aquello era una guerra a muerte y que “si no matas tú te matan a ti.” Es decir, puestos a exigir responsabilidades, parece lógico que los crímenes perpetrados por los dos bandos de una guerra civil sean menos injustificables que los crímenes cometidos en la posguerra por unos vencedores que ni siquiera tuvieron escrúpulos en definir la tiranía como la paz de Franco.
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