Gabriel Jaraba
Lo ha dicho Patricia Abril, directora general de McDonald’s en España: suprimir la publicidad de TVE fue “un error de una magnitud tremenda”. Lo mismo pensamos quienes hemos trabajado en televisión pública, al ver que el gobierno de Zapatero, en sus últimos tiempos, se sacó de la manga este colofón a su errática política (por llamarle de algún modo) comunicacional. El anterior presidente entregó en bandeja a las cadenas privadas el grueso del pastel publicitario televisivo mientras los profesionales de TVE luchaban con uñas y dientes compitiendo con ellas y para conseguir –y lograr– una televisión pública estatal más independiente que nunca. Lo hizo después de un proceso de implementación de la TDT –cuando esta tecnología era ya casi obsoleta– que abrió la puerta a la televisión generalista de difusión estatal a la extrema derecha y a la baja calidad en contenidos y programación. Zapatero había sido abandonado por Prisa y buscó acomodo en un empresario simpatizante que obtuvo de él algunas licencias de TDT a cambio de proporcionarle “apoyo” con un periódico que en lugar de ampliar el registro cultural socialdemócrata nos obsequió a todos con una concepción de la izquierda que hace las delicias de quienes sueñan con la reencarnación de Bullejos, Trilla y Adame en la secretaría general del PCE y con la elevación al olimpo del reciclador de discursos de Fidel.
La revista humorística La Codorniz publicaba una sección titulada Donde no hay publicidad resplandece la verdad, y vive Dios que los españolitos han interiorizado esa barbaridad. El comercio, que produce trabajo, prosperidad y paz, ha sido siempre despreciado por la hidalguía, también por ese remanente de hidalguía que pasa por progresía española y que abomina de los “fenicios”, cosa que explicaría en cierto modo ese substrato de antisemitismo y anticatalanismo en la izquierda sectaria española. (Para detectar indicios de esa nueva hidalguía “proletaria” préstese atención al uso de la palabra “coherencia”). Pero resulta ser todo lo contrario: donde no hay publicidad resplandece la miseria. La ausencia de publicidad en las calles y en los medios es un indicador seguro de ausencia de libertades democráticas. Punto pelota.
En estos momentos, las empresas comunicacionales asisten a un cambio de era en el que ven decaer lo que ha sido el centro de su negocio durante los últimos 150 años: los ingresos por inserción de publicidad. Muchos observadores achacan a cierta nueva “cultura de la gratuidad” la crisis de medios e industrias culturales en lugar de hacerlo a su incapacidad de inventar nuevos modelos de negocios adecuados a la nueva realidad del mercado y a la satisfacción de sus clientes mediante valor añadido al producto. Pero la cultura de la gratuidad en televisón no es nueva. Fue el propio Francisco Franco quien la propició en el nacimiento de TVE, cuando rechazó que la naciente televisión oficial se financiase mediante el pago de licencias, como en el resto de Europa, y decidió que su funcionamiento iría directamente a cargo de los presupuestos.
Hasta la fecha, los ciudadanos han vivido con la engañosa sensación de que la televisión pública les sale gratis. En Catalunya, donde desde 1983 TV-3 ofrece un servicio de televisión pública de altísima calidad, a la altura de las grandes cadenas públicas europeas (demostrado por la infinidad de premios internacionales que han obtenido sus producciones) las sucesivas direcciones generales de la corporación pública se han encontrado con la renuencia de los ciudadanos a pagar una license fee cada vez que han sido sondeados al respecto. Y a la vez, muchos de esos mismos ciudadanos han considerado que los poco más de 40 euros anuales que la televisión pública catalana recibe de sus impuestos eran demasiado dinero, cuando apenas llegan a cubrir el 30% de su funcionamiento total.
Con semejante falsa conciencia, que diríamos en marxista, no es de extrañar que los televidentes españoles acogieran con albricias y zapatetas el anuncio de la eliminación de la publicidad en TVE. Álvaro de la Iglesia vencía después de muerto, pero unos cuantos meses después, ahora mismo, el consejo de administración del ente público se plantea recuperar las inserciones publicitarias porque el recorte de 200 millones en el presupuesto pone a la televisión pública al borde del colapso.
Me temo que ni con publicidad ni sin ella tienen remedio los males de las televisiones públicas. Los gobiernos derechistas de Madrid y Barcelona saben que la nueva hidalguía populachera considera a los profesionales de la televisión unos privilegiados y se complace en verles morder el polvo a manera de pobre consuelo cuando a ellos les acechan contratos basura. No es una neura mía: la propia Casa del Rey es consciente de esa mentalidad cuando difunde que Juan Carlos cobra un sueldo medio neto mensual de 12.000 euros; uno hubiera esperado de esa augusta institución, si no transparencia total, algo más que dar penita a los tontos. En Catalunya, el equivalente de ese populismo se complace en la maledicencia en torno a la televisión pública nacional catalana, de modo que a veces parece que se es más catalanista cuanto más se desea ver por los suelos al mayor logro cultural del catalanismo contemporáneo.
Creo que fue Einstein quien dijo que había dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, y de lo primero no se sentía del todo seguro. El espectáculo de ver cerrada la televisión pública de l’Hospitalet por un gobierno municipal de izquierdas, pese a una fallida resistencia de ICV-EUiA, nos indica que quizás sea verdad que los pueblos tienen las televisiones que se merecen. De momento ya cuentan con los gobiernos que ellos mismos han votado.
(http://gabrieljaraba.wordpress.com)
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