Andreu Farràs
La consultora Gartner sostiene en su último informe ‘Predicciones tecnològicas para el 2018’ que en el 2022 el público occidental consumirá más noticias falsas que verdaderas y no habrá suficiente capacidad material ni tecnológica para detectarlas y eliminarlas. Se trata de una afirmación exagerada. No será en el 2022. Es muy probable que ya en la actualidad sea así en algunos territorios "occidentales" y "orientales".
No hay más que abrir el Whatsapp, Facebook y Twitter y comprobar cuántas de las supuestas informaciones que nos alertan a favor o en contra del proceso independentista se basan en hechos ciertos o en engaños destinados a veces solo a ser rebotados o a difundir estados de opinión o emoción (euforia, miedo, odio) entre los receptores, que, a su vez, llegan a convertirse en emisores.
El pensador Umberto Eco, en una imagen de archivo. |
Un analista de la citada consultora, Magnus Revang, añade que el coste de producir noticias falsas es muy inferior al que se requiere para producir noticias de verdad, porque implica un trabajo periodístico de investigación, algo bastante difícil en una época en que la precarización laboral y la erosión profesional de los periodistas, las constantes jibarizaciones de las redacciones y la incentivación del rápido “corta y pega” de las noticias de la competencia que aparecen como las más leídas, aunque no sean ciertas, son déficits comunes de la mayoría de las empresas de medios, que intentan sobrevivir en un ecosistema comunicacional fragmentado, empobrecido y estresado.
Además, la difusión de los bulos se beneficia de la aplicación de algoritmos por las direcciones de las redes sociales, que con frecuencia no controlan la calidad (veracidad) de la información almacenada sino la cantidad (visitas) de su circulación; es la dictadura del ‘clickbait’.
Enrique Mesa es un profesor de instituto madrileño de 50 años que impulsó una campaña para devolver a la asignatura de Filosofía la relevancia que tenía en el pasado, después de que la LOMCE ideada por el ministro José Ignacio Wert la relegase en los planes de estudio de la enseñanza secundaria.
Sostiene Mesa que la asignatura de filosofía ayuda a tener un pensamiento crítico, una actitud sin la cual difícilmente hay democracia, sobre todo en la era de la posverdad en la que nos han hecho entrar las élites globales. “Ayer –explica Mesa en ‘El Periódico de Catalunya’--, un alumno trataba de convencerme de algo diciendo: “Profe, lo que le cuento es cierto, se lo he oído a un youtuber”. Vivimos en una época muy adolescente, y la filosofía nunca hizo tanta falta como ahora”, defiende Enrique Mesa.
En los últimos años, la sociedad catalana –y, en consecuencia, la española— ha vivido unos tiempos convulsos; probablemente los más tensos e inciertos desde 1981, el año de la intentona del golpe de Estado, cuando el país estuvo a punto de perder las libertades recién conquistadas en una democracia también entonces adolescente como los alumnos de Mesa.
En estos tiempos crispados, de intolerancia y con emociones encontradas de los últimos años por el conflicto catalán, los medios de comunicación tradicionales (prensa, radio y televisión) han convivido con emergentes medios de comunicación más interactivos y accesibles para toda la ciudadanía: las redes sociales. Los medios tradicionales han perdido el monopolio de la información y la opinión, y la atomización ha 'democratizado' aparentemente la información y la opinión. Se ha extendido la convicción de que gracias a internet ha nacido “el ciudadano periodista” (no sé por qué no se ha popularizado, gracias a internet, la figura del “ciudadano médico”, por ejemplo; hay infinidad de páginas web dedicadas a la salud). Como dijo Umberto Eco, en las redes, la opinión de un borracho o un orate tiene teóricamente el mismo valor y potencialmente la misma audiencia que la de un premio Nobel. Antes al borracho solo se le oía (que no escuchaba) en la taberna. Y al orate, como mucho, en un 'speaker's corner'.
La crispación y la tensión han ocasionado que los medios de todo tipo se hayan posicionado de manera muy firme e inflexible a favor o en contra del proceso independentista. Y en la mayoría de los casos, emulando a ciertos grupos de wasap o chats de facebook, cada medio se ha impermeabilizado no solo contra las opiniones del otro bando en disputa. Muchos se han dedicado a producir informaciones que favoreciesen su propio relato –independentista o constitucionalista— y han rechazado cualquier dato o reflexión procedente del otro lado de la trinchera. La polarización ha sido tan alta (o conmigo o contra mí) que en medios considerados hasta hace poco referentes ‘bíblicos’ del periodismo se han registrado deserciones o despidos de renombre. El pensamiento crítico que propugna Mesa o la simple duda metódica han equivalido a sedición de cobardes o derrotismo de pusilánimes.
No me gusta especialmente usar terminología bélica para el conflicto catalán, pero se trata de una guerra (por suerte, solo política, fría) y, de nuevo, se ha demostrado que, como en las conflagraciones sangrientas, la verdad ha sido la primera víctima. Sobre todo, por culpa de los políticos de todos los colores; un repaso breve de estos meses de medias verdades y medias mentiras daría para una enciclopedia.
Pero también con la complicidad de no pocos medios de comunicación que han colaborado decisivamente a ello. En algunas ocasiones, por intereses empresariales (deudas, subvenciones, publicidad). En otras, algunos reporteros y opinadores se han puesto en las primeras filas de la infantería de la tergiversación o en la artillería del insulto, porque, como saben bien los militares, en las batallas se ganan mucho antes los ascensos y las medallas que en la aburrida y gris vida cuartelera. Aunque se corra el riesgo de perder la credibilidad, vital en cualquier profesión.